Sweet Corner Vol. 53

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Lejanos lugares comunes

Tengo la impresión en los últimos tiempos que cuando se viaja, por lo menos en mi caso, se activa una especie de sexto sentido que procura recoger todos los estímulos novedosos que se reproducen alrededor. Pueden ir desde los nuevos olores, nuevas conversaciones pero, por encima de todo, son las nuevas imágenes las que anidan en mí y pasan a formar parte de una especie de subconsciente con el que creo que todos contamos. Estos fenómenos novedosos son variables, desde los más espectaculares hasta los nimios detalles que marcan la diferencia. Por norma general, suelen ser estos últimos los que más vivamente se me quedan grabados. No sé el porqué de este asunto, pero siempre que emprendo un viaje largo, con sus incertidumbres, esperas y demás molestias finalmente, lo que queda son ínfimos detalles que acaban convertidos en imágenes.
Hace un par de semanas regresé de China, más allá de la ilusión intrínseca del periplo, de la ilusión por ver a viejos amigos, se me han quedado infinidad de imágenes, restos de olores, coloridos y retazos de conversaciones en el subconsciente. A pesar de que la homogeneización occidental, independientemente de las barreras comunistas, ha llegado hasta los más apartados rincones del planeta; nos encontramos ante un país (más bien una zona dentro de una nación inmensa), con unas particularidades y diferencias tremendamente acusadas con respecto a lo que estábamos acostumbrados aquí, en esta parte del mundo.
Empezando con los clichés habituales, tengo que recalcar que, por lo menos en la zona donde estuvimos (Shangai y las cercanías), el impacto visual es increíble. Por un lado está la megaurbe, una ciudad de hormigón ultramoderna con un toque neoyorquino, aunque con menos personalidad debido a que su historia es bastante más reciente. El centro tiene una isla, al modo de Manhattan, en el que se reúnen las arquitecturas más modernas y elevadas. Es este un lugar copiado de occidente, aunque magnificado por las ínfulas de la vanidad del gobierno chino. Pero lo curioso no está en estos rascacielos, sino a sus pies, en los barrios antiguos que se extienden por el centro y cuyas edificaciones no superan una mínima altura sobre un plano desquiciado en el que resulta sencillo perderse. Aquí es donde encuentra la verdadera chispa de este pueblo, a pie de calle entre los interminables comercios que seducen al incauto occidental para que se lleve unas cuantas baratijas o unas copias más o menos evidentes. Es en este punto donde se muestra el carácter afable y comerciante de este pueblo oriental, todo son sonrisas, parabienes e invitaciones para echar un vistazo a la profusión de objetos que pueblan estas tiendas tradicionales.

Llamativo, por encima de otras cosas, es el color y el gusto por el detalle. Los tonos llamativos con predominio del rojo y el dorado se reparten por doquier por estas zonas populares, todo tiene como fondo de decoración estos llamativos colores que a pesar del gris de una ciudad moderna te trasladan a otro tiempo. Lo de los detalles salta a la vista en cualquiera de sus producciones, desde una mísera caja decorativa hasta los remates de los edificios y, pasando por supuesto, por los vestidos tradicionales. Parece existir en este pueblo una especie de horror vacui que no deja espacio sin decorar; paredes, tejados, ventanas, lámparas tradicionales parecen mantener un aire incorrupto por el que no parece haber pasado el tiempo.
Definitivamente puedo afirmar que fue una experiencia enriquecedora, fugaz y presumiblemente repetible. Espero poder regresar al gigante asiático lo antes posible, no sólo por encontrar a los viejos amigos, sino por seguir investigando en sus maravillosas diferencias.

Nacho Valdés

Sweet Corner Vol. 52

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Ventana abierta

Históricamente la imagen ha sido una manera de acercarnos a mundos lejanos y desconocidos, resulta notable el hecho de que supone una especie de vinculación con aspectos ajenos y que quizás, de otra forma, no podríamos conocer. El mensaje implícito o la intencionalidad del autor es variable, pero lo que es una realidad es que es un modo de transmisión de contenidos con un gran poder que supera al de otras formas expresivas.
En época medieval, cuando la mayor parte de la población era analfabeta, el vehículo simbólico de las construcciones oficiales era un pasaporte para que un mensaje llegase a aquellas personas que de otra forma no podrían acceder a lo que se intentaba comunicar. Frescos, esculturas, relieves y demás ornamentos eran utilizados para que se estableciese una información directa con el pueblo. Incluso la misa, acto comunal por excelencia del momento, se oficiaba en latín, por lo que difícilmente el pueblo llano podía entender algo de lo que allí se decía.
Con posterioridad, de forma progresiva, los medios expresivos apoyados en la imagen se fueron multiplicando y mejorando. Eso sí, de forma paulatina. Todo cambia con la llegada de la fotografía y, en los últimos tiempos, con un fenómeno que llama mi atención y que ya he citado con anterioridad; el de la multiplicación y democratización de los soportes utilizados para recoger y difundir la imagen. Da exactamente igual en que parte del mundo nos encontremos, son extraños los lugares en los que no existe un miserable teléfono móvil con opción de video y con una calidad de imagen paupérrima que es testigo de lo que está sucediendo. Cualquier cosa que suceda puede ser así constatada, desde la última gracia del niño, hasta la ejecución de un reo en un país lejano. Todos sin excepción nos hemos subido a este carro de la comunicación que permite que conozcamos, previo filtro de la dirigencia en este campo, lo que pasa en la otra esquina del planeta.
Es por lo tanto, una manera de acceder a todo aquello que está fuera de nuestro alcance, una excusa para hablar sobre lo que ya comienza a ser algo cotidiano, que no es otra cosa que lo que antes desconocíamos y que ahora podemos alcanzar a golpe de ratón o encendiendo el televisor. Para alguien como yo, que habitualmente utiliza este humilde espacio para hablar precisamente sobre la imagen (por supuesto desde mi punto de vista y sin ningún tipo de formación específica), supone la excusa perfecta para tratar cualquier tema que se me antoje. Sí, todo está recogido en la nueva configuración que están adquiriendo los medios audiovisuales, sólo se hace necesario el recapacitar un poco para conseguir el nexo que, pasando por lo audiovisual, me lleve a donde pretendo. Es por esto, o por lo menos es lo que creo, por lo que el llevar ya más de un año hablando desde la misma sección no me ha conducido al abandono o a la derrota. El otro día lo pensaba, fue en ese instante en el que me vino la idea para este artículo, puedo hablar de cualquier cosa que se me pase por la cabeza. Como único requisito, sin duda autoimpuesto, está el hecho de que el tono esté relacionado con el aspecto del que vengo hablando. Es por lo tanto una plataforma envidiable para decir lo que quiero y que echando la vista atrás considero que ha resultado rentable, por lo menos para mí, no sé si los que leen esta sección pueden decir lo mismo.
En resumidas cuentas, haciendo balance del último año, puesto que es más o menos lo que llevo haciendo estas entregas, puedo decir que he encontrado los resortes para tratar cualquier de asunto de manera vinculante con el mundo audiovisual. Creo que, por fortuna o desgracia para algunos, esta sección tiene todavía una larga vida por delante.

Nacho Valdés

El Baúl Nórdico Vol. 8

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MICHAEL; dolor e inspiración

de Carl Theodor Dreyer

Ya hemos escrito en esta sección sobre la particularidad de los artistas, su psicología y su manera de posicionarse frente a la sociedad. En la “Vida de Bohemia”, de Aki Kaurismaki, nos encontrábamos con la versión más marginal del arte. Sin embargo, en “Michael” lo contemplamos en su modelo triunfante, es decir, el arte reconocido en vida, el que otorga al creador el halo de maestro y semidios y le procura un prestigio y una bonanza económica excepcionales.

El célebre director danés Carl Theodor Dreyer, exhibe en esta producción alemana un ritmo más alto del que acostumbra en la mayoría de su obra, una pequeña paradoja teniendo en cuenta que el rodaje fue realizado íntegramente sin movimientos de cámara y que nos estamos refiriendo a una filmación muda.

Capaz de disimular narraciones soporíferas –Gertrud, por ejemplo-, debido a la categoría de la fotografía presente en todos sus trabajos y a una composición de la imagen equiparable a la de los maestros clásicos del arte, Dreyer, en “Michael”, consigue acoplar una historia algo manida pero dinámica, a su talentoso y cabalístico trabajo de realización.

Bajo la espectacularidad de los espacios arquitectónicos, con claras influencias del expresionismo alemán, presenciamos la turbia relación entre el maestro que avanza inexorablamente hacia la vejez y el joven “querubín” que le ha servido de inspiración para la ejecución de sus mejores pinturas. Las medias tintas y la ambigüedad con que se hubiese tratado esta historia en otras latitudes, tiene aquí una excepción, puesto que la evidente homosexualidad de los dos protagonistas, sin llegar a detalles escabrosos, no es disimulada en ningún momento por Dreyer ni por los propios actores. Divertida la idea de cómo habría sido camuflado este argumento en el Hollywood de mediados de los años veinte.

La soledad del pintor sobre el que cierne el final, abandonado por el efebo caprichoso, díscolo y despilfarrador que ha medrado a su sombra y que no encuentra la manera ni material ni psicológica de desligarse de su protector, es la idea mil veces repetida en la literatura sobre el influjo que la juventud y la belleza generan en el artista, y el drama interior que supone perderlas o alejarse de ellas. La tragedia del genio creador, que pasa su vida más pendiente de plasmar lo sublime que de buscar el equilibrio en su espíritu, y que canaliza su desgarro para orientar a sus admiradores hacia las regiones de lo “divino”.

Dreyer expone las señas de identidad que le harían célebre en los años posteriores, mostrando una vez más la perfecta simbiosis entre la pintura y el cine, amantes íntimos en el universo de la creación.

Con este artículo, me despido de mi colaboración como “comentarista” de cine, para reciclarme (si me dejan) en otra sección. Un abrazo para todos los que hayan tenido la paciencia y el ánimo de leerme – y para los que no, también-.

Melmoth.

Sweet Corner Vol. 51

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Historias

El hecho de la narración está presente, en mayor o menor medida, en todos y cada uno de nosotros. Siempre hay una inclinación a contar, a ser escuchado y a recibir las historias que vienen de los demás. ¿Quién no escuchaba embobado, cuando era pequeño, los relatos de sus abuelos? Esas narraciones que hacían referencia a tiempos pasados, olvidados y que para la imaginación del niño parecían sacadas de los más remotos rincones de la imaginación. Considero que esta característica es una de las claves de la supervivencia de la raza humana; la capacidad de acumular conocimientos, de transmitirlos y hacerlos patrimonio común.
En tiempos no tan antiguos, cuando la televisión y la radio eran un lujo, supongo que uno de los mayores placeres que podía existir era el de tener en a alguien que fuese capaz de contar algo entretenido. Daba lo mismo que fuese real o inventado, el caso era pasar el rato dejando volar la imaginación mientras la ficción fluía entre los presentes. Me puedo imaginar una casa grande y oscura, sólo iluminada por la lumbre y alguna lámpara de aceite, con una cocina enorme en la que niños y mayores se encuentran reunidos. En el exterior, el viento gélido golpea las ventanas y los sonidos del bosque no resultan halagüeños. Todos deciden reunirse alrededor del fuego, la noche es demasiado oscura y solitaria como para dormir solos. Hay comida y todos están expectantes, aparece uno de los mayores de la aldea y comienza a hablar. Lleva semanas preparando su historia, el momento en el que todas las miradas se ciernen sobre él y todos agudizan el oído para no perderse detalle. La leña crepita en la hoguera, es el único ruido que rompe el ulular de la tormenta. El hombre mira a todos a los ojos, algunos niños no son capaces de aguantar su mirada, traga saliva y comienza el relato. Solo se rompe la narración cuando alguna exclamación sale de la boca de los presentes, cuando parece inverosímil el último giro que han tomado las palabras del anciano que tiene encandilado a todos sus conocidos. Debían ser momentos únicos, instantes en los que la sabiduría de los mayores pasaba a los jóvenes, intervalos en los que la cultura pasaba a la siguiente generación. O simplemente, un mero entretenimiento gracias al cual las noches más tenebrosas se hacían seguras y hospitalarias al amparo de las palabras.
Aunque los tiempos han cambiado y el entretenimiento, en la mayoría de los casos, se vende estandarizado y adulterado, considero que algo de eso queda en la sala de cine. Un lugar oscuro, silencioso y donde los que te rodean no parecen importar. Lo único notable es la historia, la narración lo que acontece en la pantalla que no es otra cosa que una historia en la que se trasmiten valores, la cultura o, como antes decía, simplemente se pasa el rato. En el exterior puede diluviar, hacer frío o hacer calor, pero la sala te ampara y te cuenta algo, te mantiene absorto en la narración que, a pesar de la gran cantidad de recursos con la que cuenta, toca los mismos resortes que los que el abuelo pulsaba cuando quería encandilar a su auditorio. Considero que aquí es donde se encuentra esa magia de la que hablan, de la que se supone que se disfruta cuando vas al cine. En el hecho de que te cuenten algo, de que te entretengan y de que aprendas de la experiencia de los demás.
Las historias cambian, los recursos crecen, se multiplican las maneras de abordar las narraciones, pero en el fondo todo sigue inserto en nuestro carácter antropológico. Queremos que nos cuenten cosas, deseamos que nos entretengan, algo que no sería posible si no hubiese alguien en el otro lado deseando narrar lo que tiene en su interior.

Nacho Valdés

CHEMA MADOZ: Concepción cotidiana y metáfora visual

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De la fotografía siempre obtenemos una percepción sesgada de la realidad, fruto de discernir entre esta misma y a través de nuestro encuadre. Siempre que ejercitamos nuestra vista, estamos diferenciando de entre todo lo que nos rodea, para quedarnos con los detalles que poseen mayor sugestión conceptual o sentimental en nosotros mismos.
Pero ¿qué ocurre cuando transformamos esa realidad, utilizando elementos, objetos cotidianos, insertados de manera perspicaz, en lugares al uso aunque distintos de su ubicación natural?
Chema Madoz responde con creces ante el reto de fijarse detrás de cada objeto, de lo que conlleva su existencia, reflejando en su obra, una muestra sutil y agraciada de mirar por mirar a lo lejos de aquéllos.
Siempre mostró cierto interés por la fotografía menos directa, abstrayendo en sus imágenes cualquier elemento que contextualice la realidad, mas es la figura y el rostro humano, su definitiva ausencia, lo que provoca en las fotografías de Chema Madoz una atención mayor.
Nada conecta con la presencia de personas, sus imágenes fluyen en un estatismo usual, alejado de la vida nuestra, para adentrarnos en un universo minúsculo, diario e invisible a nuestros ojos atareados e irreflexivos.
Objetos cotidianos sirven de modelos provistos de una fuerza conceptual y metafórica que se presenta a nuestros ojos para arrancar del ocultismo esas prácticas hipócritas y oscuras que tanto supura nuestra sociedad. Mentir para contar, camuflar para descubrir; ese pequeño mundo de objetos que hemos creado y que nos rodean diariamente, y que tantos secretos albergan en sus inertes cuerpos.

Como siempre, me hago cargo de la gran trayectoria del fotógrafo que presento, de su amplia y dilatada obra que alcanza unos veinticinco años de fotografías, y por ello me limito a escribir sobre dos de ellas, sin porqués aparentes, a pesar de que cada una de sus imágenes es digna de comentar.


La primera de ellas muestra un proceso múltiple y diverso; radiografía y fotografía fundidas en una sola imagen, repleta de simbología, ocupando con nubes el espacio interior de la cabeza humana, premonitorio tal vez, sugerente y expresiva imagen de lo que alberga nuestra cabeza.
Ambas se funden lentamente, en un blanco y negro suave y progresivo en matices de gris que desatan un contraste agradable y lento, en pos de una sugerente sensación de desplazamiento, cortada ésta cuando el observador atisba los huesos de la columna vertebral que emergen en la parte de abajo, atravesando en diagonal la fotografía.


Entroncada con la naturaleza artificiosa que potenciamos los seres humanos, la segunda fotografía otorga sin ataduras una nueva visión a esta concepción tan humanista, del tiempo y espacio natural.
De una estructura arbórea inicial, se desentrañan objetos muertos y artificiales, como la base metálica de la que se sostiene el pequeño tronco; o como esas piedras a modo de copas de árboles, que dan sombra a las finas y negras ramas. Parece que de lo inerte florece la vida, o al menos así lo representa Chema Madoz.
Toda su obra es en blanco y negro, elimina el color que distrae, para centrarnos en la figura, en la textura, en el bonito y apreciado juego de sombras con luces; negras zonas densas, claros grises de fondo que resaltan la figura única y central.


Fuera de contexto, abierta a la interpretación, conceptual, ideada desde el pensamiento que hay detrás de cada objeto, la sugerencia y la analogía vertebra la obra de Chema Madoz, Premio Nacional de Fotografía, mirador y observador desde una perspectiva subyugada a la realidad diaria y mundana.

Giorgio
05/04/2010