Sweet Corner Vol. 83
Algo huele mal en Dinamarca
Que algo huele mal en la sociedad actual es algo evidente y patente desde hace tiempo, el que sea en Dinamarca u otro lugar ya es algo circunstancial. De hecho, me consta que en los países nórdicos europeos no existe la crispación con la que contamos en otras zonas del mundo. Está claro, a la vista de los últimos acontecimientos, que algo no funciona de la manera correcta, que existe un gran desequilibrio y que estamos volviendo a reproducir viejos esquemas con sus ya consabidos problemas. Es decir, parece que está produciéndose una involución en lugar de progreso que cabría esperar de sociedades aparentemente racionales.
Como primer y fundamental problema creo que nos encontramos con la falta de moralidad característica de la sociedad competitiva en la que nos encontramos. Resulta, y esta es una de las particularidades del capitalismo, que el libre mercado ha permitido, mediante la ausencia de injerencias estatales que se produzcan una serie de abusos con el resultado de ruina para gran parte de los estratos sociales. Parece que este libertinaje lo que ha logrado es que la riqueza haya ido a parar a unos cuantos nichos que han dejado desprotegido a los eslabones más débiles de la cadena. ¿Y qué solución puede encontrarse ante esta problemática? ¿Intervención por parte del Estado? Se me podría reprochar que esto supone un recorte de nuestras libertades, que la autoridad estatal metida en el libre mercado acabaría con parte de los derechos conquistados a lo largo de la historia. Estoy de acuerdo, pero resulta que es esto precisamente lo que ha ocasionado el sistema de mercado obsoleto en el que nos movemos, la intervención de los gobiernos con medidas extremas (como préstamos a entidades bancarias que no pueden hacer circular dinero o recorte de empleo público) para remontar la crisis que nos acecha. ¿Y cuál es el motivo por el que hemos llegado a esta situación? Pues tal y como decía, creo que está en la falta de escrúpulos de una sociedad competitiva en la que prima el beneficio sobre la honestidad. ¿Y por qué se produce esta situación? Pues, a mi entender, porque estamos empapados de la cultura americana del self made man, del hombre hecho a sí mismo que medra gracias a su esfuerzo y que no ve como horizonte si no la consecución de sus objetivos. Es decir, prima la individualidad que supuestamente provocará un beneficio para el colectivo pues, siguiendo una simple proclama utilitarista, a mayor número de individuos felices mayor felicidad tendrá el colectivo. Pero, ¿qué pasa con los individuos de la colectividad que no entran dentro de esta felicidad? La respuesta es evidente; se quedan al margen. Y esto es precisamente lo que ha sucedido en los últimos tiempos, creo que existe una mayor cantidad de insatisfechos que de personas realizadas en la actualidad y esto, con una evidencia aplastante, supone un problema difícil de solucionar.
La cuestión de fondo ante esta simplista explicación (por lo escueto del medio) de la situación actual se encuentra en la respuesta de la ciudadanía. Y ésta, desde mi punto de vista, brilla por su ausencia. Considero que hemos llegado a un grado tal de comodidad, estamos dominados de tal manera por el estado del bienestar que no somos capaces de enfrentarnos a una clase política corrupta, inútil y que solo rema en una dirección; la del olor de la influencia y del poder. En occidente muy mal tienen que ponerse las cosas para que alguien se lance a la calle a protestar, no hablo de nada extremista, solo mostrar nuestra disconformidad ante lo que ocurre (como hago con este escrito). Han tenido que ser los desheredados, aquellos que no tienen nada que perder, los que han nos han hecho patente el poder de la multitud unida. No es que la situación sea equiparable en un ciento por ciento, podría ser acusado de una lectura sesgada, está claro que el régimen en el que vivían estaba a años luz del que tenemos en los países presuntamente desarrollados pero, debo decir, que el pueblo tunecino ha dado una lección de pundonor ante la miseria política en la que se encontraba. En occidente no hemos llegado tan lejos o, para expresarlo con más exactitud, la situación no es tan desvergonzada y evidente como sucedía en este pequeño Estado árabe pero opino, y creo que no me equivoco, que el fondo de la cuestión política se acerca bastante. ¿Cuánto tiempo más vamos a esperar para que se escuche nuestra voz?
Nacho Valdés
Sweet Corner Vol. 82
El fin de los tiempos
El cielo nos traerá el apocalipsis, llamas doradas arrasarán las tierras baldías por la desfachatada soberbia humana que no se agacha ante la omnipotencia divina, océanos de sangre cubrirán el mundo mientras un ejército de muertos volverá a la vida atraído por la incansable malicia intrínsecamente humana que nos arrastra a la destrucción.
La imagen es parte del eterno retorno que nos llevará una y otra vez a la repetición incansable de los errores del pasado que reproducimos en el presente para sembrar la destrucción de un futuro cercano. Cuerpos cercenados, restos metálicos que se retuercen en una sinfonía de crujidos y la marejada que lleva cadáveres flotando a la costa de la muerte cargada de mosquitos que devoran la carne violada por el fuego santificado por el imperialismo y el totalitarismo. Juventud desgarrada, locura transitoria que arranca, como una brizna de hierba, la vida frágil que pende del hilo de las fronteras alteradas por el afán de conquista y de poder. Dialéctica de andar por casa para destruir el mundo, fallos que no volverán a producirse mientras caminamos hacia la aniquilación total y sin paliativos que nos llevará de vuelta a la tierra que nos espera con ganas de que la alimentemos. Arenas blancas que se tiñen por las olas que llevan los restos de la batalla, lucha entre hermanos que ya lo son de sangre y que han dejado atrás a sus amigos, a los que han enterrado mediante el ritual que los devuelve a sus orígenes del polvo incorrupto que acabará formando parte de una playa de arena blanca teñida por la sangre de los guerreros.
Racismo encubierto que se eleva a los altares de la enemistad, rencillas con ojos rasgados y rostros pálidos cargados de odio y miedo ante lo desconocido. Grandes extensiones y sentimientos oceánicos que no dejan pensar sobre lo que deseas, lejos de los hijos que han quedado atrás al tiempo que miras por la ventana al volar para aterrizar en la pista de tierra que se llena de vegetación todas las noches. Olvidas que tu bolsillo tiene una carta, olvidas que tu memoria lleva el germen de lo eras y te conviertes en la punta de lanza de los megalómanos planes de los santurrones que creen saber hacia dónde caminar. Subes a la torreta y explota, vuelves a subir y vuelve a explotar; una y otra vez se repite el proceso mientras la lluvia de fuego apocalíptica cae sobre nuestras cabezas. Te entregas al odio y te deshumanizas, eres una animal que se arrastra y que persigue, mediante su olfato, a la presa esquiva que se ha pintado de verde la cara. Sus ojos te miran desde la oscuridad, parecen dos cuchilladas que rasgan la carne y que te enfrentan con lo más oscuro del alma humana; algo descompuesto que anida en el corazón de los hombres y que cíclicamente sale a la luz desde las tinieblas. Quieres gritar, rebelarte, subirte a la palmera que te eleve sobre el fuego, sobre el ruido y la furia que arrasa los frutos de la Naturaleza que grita contigo ante el horror que se eleva como una nube tóxica.
¿Volverá todo a ser como antes? Yo creo que no, les confieso a mis hijos por nacer. Ellos vuelven la vista a otro lado y deciden nacer y salir del vientre de su madre que fue abierto en canal mientras dormía entre sábanas de lino. Al final todo sale por los aires, dos pequeños chicos llegan volando y lo convierten todo en una ruina y elevan a la categoría de espectáculo la puesta en escena que habían estado preparando en el desierto lejos de las miradas ajenas que todo lo quieren saber.
Yo vuelvo a casa y todos me reciben, he liberado al mundo libre manchándome con las vísceras de los tipos que tenía delante. ¿Es esto verdad? ¿Estoy en un sueño? Cómo demonios voy a responder si ya no distingo la realidad del sueño, si mis oídos pitan y no soy capaz de apagar la luz por las noches. Algunas veces busco consuelo y me divierte pensar en mi propia muerte, ¿cómo es posible que yo haya regresado? No tengo respuesta pero siempre que me lo pregunto vuelven a mi cabeza los cuerpos desvencijados que flotaban en el océano rojo que se abría frente a mí, algunas veces me llaman y otras me dejan dormir. Espero que pronto olvide todo lo que pasó frente a las arenas blancas.
Nacho Valdés
Sweet Corner Vol. 81
La ciudad infinita
Existen lugares que de alguna manera, supongo que de manera fortuita, destilan una especie de magnetismo que los convierten en increíbles destinos en los que recalar. Esto es lo que sucede con la ciudad de Roma, una especie de amalgama de épocas y distintas culturas que, sin lugar a dudas, tiene un gran peso en la cuenca mediterránea cuyo referente viene marcado desde la península itálica.
La primera toma de contacto con la capital de la región del Lazio es un tanto chocante. La llegada al lejano aeropuerto y los interminables minutos hasta la entrada a la urbe se hacen interminables y, de pronto, te das de bruces con un lugar descuidado y sucio en el que no se atisba ni un gramo de glamur que destilaba Anita Ekberg en La dolce vita. De hecho, te atrapa la impresión de estar llegando a cualquier ciudad española de segunda fila; un lugar provinciano y olvidado por la administración. Sin embargo, el cuño del viaje comienza variar rápidamente en cuanto se comienza a callejear en busca del hotel. Las avenidas se convierten en calles, las calles en callejones y acabas atravesando, entre un tráfico infernal, lugares por los que no apostarías que pasaría el transporte que te está llevando hasta las puertas de tu hotel. Una vez en tierra, arrastrando las maletas por el adoquinado, llegas a la recepción y la impresión inicial con el pueblo italiano no puede ser mejor. Se trata de gente eminentemente callejera y que comparte con nosotros, además de la cercanía idiomática y climatológica, un estilo de vida que hace que un español se sienta desde el primer instante como en casa. De hecho, se trata de personas habituadas al trato con el turista y saben cómo hacer que te sientas cómodo a pesar de encontrarte a miles de kilómetros de tu hogar.
El contacto rápido que se realiza nada más dejar las maletas, en las vías céntricas en las que recalamos, es confuso y alborotado y provoca la impresión de entrar una maraña humana de la que difícilmente podrás escapar en las siguientes jornadas. Sin embargo, al poco uno se acaba habituando y encontrando el espacio. Aún así, y a pesar de alguna sorpresa arquitectónica, no se trata de la metrópoli esperada.
Al día siguiente, sin embargo, la ciudad parece mutar. Con el cuerpo descansado y en jornada laboral de lunes la gente parece haber desaparecido, todos los rincones plagados de personas se convierten, como por arte de magia en lugares diáfanos que te permiten disfrutar del panorama sin sentirte agobiado y en pugna constante por el espacio. Aprovechando la situación favorable se llega a la zona de la Roma Clásica que, a mi modo de ver, es la más increíble y majestuosa de toda la ciudad.
Independientemente del espolio, deterioro y abusos sufridos por esa zona, mantiene impenitente el aire imperial que la elevó en su día a capital del mundo. Columnas, restos palaciegos, foros, el Coliseo y demás vestigios permiten una idea aproximada de la magnificencia que esos caminos adoquinados tuvieron que provocar en sus antiguos visitantes que venían de pequeñas agrupaciones que en nada se asemejaban a la Roma Imperial. Incluso, hoy por hoy, provoca en el visitante esa sensación y hay que tener en cuenta que se trata únicamente de unos restos que han sido conservados convenientemente desde fechas recientes.
Por supuesto Roma cuenta con miles de rincones en los que la creatividad clásica, neoclásica y contemporánea se entremezclan para crear un espacio único en el que conviven diferentes épocas y estilos artísticos. Pero, Roma no sería Roma sin el pequeño estado Vaticano que ocupa parte de sus terrenos. Aquí es donde se produce otro de los momentos cumbres de la visita pero, no por lo que debiera esperarse, no por motivos espirituales, sino por la aberración que supone la ostentación que la Iglesia católica, apostólica y romana hace de los cientos de años de robos y fraudes que lleva cometiendo. Se trata, el conjunto del Vaticano, de una especie de templo gigantesco que lejos de conducir al recogimiento lleva a la reflexión sobre el mercadeo y negocio que la curia eclesiástica se trae entre manos. Llega a provocar vergüenza ajena la ostentación innecesaria que desde la sede del papado se realiza y lleva al recuerdo de las órdenes mendicantes que nacieron como respuesta a esta situación que, pretendían para el papa; la condición de siervo de los siervos de Cristo. Supongo que este último estará sorprendido pues, después de expulsar a los mercaderes del Templo, estos se reconvirtieron en sacerdotes. Ver para creer.
Nacho Valdés
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