Sweet Corner Vol. 81
La ciudad infinita
Existen lugares que de alguna manera, supongo que de manera fortuita, destilan una especie de magnetismo que los convierten en increíbles destinos en los que recalar. Esto es lo que sucede con la ciudad de Roma, una especie de amalgama de épocas y distintas culturas que, sin lugar a dudas, tiene un gran peso en la cuenca mediterránea cuyo referente viene marcado desde la península itálica.
La primera toma de contacto con la capital de la región del Lazio es un tanto chocante. La llegada al lejano aeropuerto y los interminables minutos hasta la entrada a la urbe se hacen interminables y, de pronto, te das de bruces con un lugar descuidado y sucio en el que no se atisba ni un gramo de glamur que destilaba Anita Ekberg en La dolce vita. De hecho, te atrapa la impresión de estar llegando a cualquier ciudad española de segunda fila; un lugar provinciano y olvidado por la administración. Sin embargo, el cuño del viaje comienza variar rápidamente en cuanto se comienza a callejear en busca del hotel. Las avenidas se convierten en calles, las calles en callejones y acabas atravesando, entre un tráfico infernal, lugares por los que no apostarías que pasaría el transporte que te está llevando hasta las puertas de tu hotel. Una vez en tierra, arrastrando las maletas por el adoquinado, llegas a la recepción y la impresión inicial con el pueblo italiano no puede ser mejor. Se trata de gente eminentemente callejera y que comparte con nosotros, además de la cercanía idiomática y climatológica, un estilo de vida que hace que un español se sienta desde el primer instante como en casa. De hecho, se trata de personas habituadas al trato con el turista y saben cómo hacer que te sientas cómodo a pesar de encontrarte a miles de kilómetros de tu hogar.
El contacto rápido que se realiza nada más dejar las maletas, en las vías céntricas en las que recalamos, es confuso y alborotado y provoca la impresión de entrar una maraña humana de la que difícilmente podrás escapar en las siguientes jornadas. Sin embargo, al poco uno se acaba habituando y encontrando el espacio. Aún así, y a pesar de alguna sorpresa arquitectónica, no se trata de la metrópoli esperada.
Al día siguiente, sin embargo, la ciudad parece mutar. Con el cuerpo descansado y en jornada laboral de lunes la gente parece haber desaparecido, todos los rincones plagados de personas se convierten, como por arte de magia en lugares diáfanos que te permiten disfrutar del panorama sin sentirte agobiado y en pugna constante por el espacio. Aprovechando la situación favorable se llega a la zona de la Roma Clásica que, a mi modo de ver, es la más increíble y majestuosa de toda la ciudad.
Independientemente del espolio, deterioro y abusos sufridos por esa zona, mantiene impenitente el aire imperial que la elevó en su día a capital del mundo. Columnas, restos palaciegos, foros, el Coliseo y demás vestigios permiten una idea aproximada de la magnificencia que esos caminos adoquinados tuvieron que provocar en sus antiguos visitantes que venían de pequeñas agrupaciones que en nada se asemejaban a la Roma Imperial. Incluso, hoy por hoy, provoca en el visitante esa sensación y hay que tener en cuenta que se trata únicamente de unos restos que han sido conservados convenientemente desde fechas recientes.
Por supuesto Roma cuenta con miles de rincones en los que la creatividad clásica, neoclásica y contemporánea se entremezclan para crear un espacio único en el que conviven diferentes épocas y estilos artísticos. Pero, Roma no sería Roma sin el pequeño estado Vaticano que ocupa parte de sus terrenos. Aquí es donde se produce otro de los momentos cumbres de la visita pero, no por lo que debiera esperarse, no por motivos espirituales, sino por la aberración que supone la ostentación que la Iglesia católica, apostólica y romana hace de los cientos de años de robos y fraudes que lleva cometiendo. Se trata, el conjunto del Vaticano, de una especie de templo gigantesco que lejos de conducir al recogimiento lleva a la reflexión sobre el mercadeo y negocio que la curia eclesiástica se trae entre manos. Llega a provocar vergüenza ajena la ostentación innecesaria que desde la sede del papado se realiza y lleva al recuerdo de las órdenes mendicantes que nacieron como respuesta a esta situación que, pretendían para el papa; la condición de siervo de los siervos de Cristo. Supongo que este último estará sorprendido pues, después de expulsar a los mercaderes del Templo, estos se reconvirtieron en sacerdotes. Ver para creer.
Nacho Valdés
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