Sweet Corner Vol. 15

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La ventana indiscreta

Recuerdo como cuando era pequeño una de las cosas que me llamaban la atención era la de mirar por la ventana, ver a la gente en la calle, en su vida cotidiana o en sus casas. Ahora que vivo lejos de mi lugar de origen, que ya no estoy en ese primer piso de una calle de Oviedo, disfruto todavía del eterno placer de espiar a mis congéneres. Las grandes ciudades son un hervidero de pequeñas historias, de lugares comunes en los que los individuos chocamos, nos entrelazamos, nos odiamos, nos queremos y nos ignoramos. Hoy por hoy tengo una vista privilegiada, un ático en un octavo piso con una terraza enorme dotada de visión a una de las arterias de la ciudad del Turia. Por allí pasan vagabundos, pijos, trabajadores, niños, adolescentes, perros y palomas; todos bajo mi vista. Vuelve a ser un placer para mí el asomarme y perder el tiempo echando un vistazo a la urbe que se remueve bajo mis pies, que respira dando enormes bocanadas al ritmo que marca el tráfico y el gentío.

Considero universal esa fascinación que tiene el ser humano por meterse en la vida de sus semejantes, no ha habido, hay o habrá pueblo o cultura que no tenga algún tipo de medio para trasmitir las historias que interesan por uno u otro motivo. Desde mi punto de vista, todo relato, independientemente del tipo que sea, guarda algo de sabiduría que permite, mediante su transmisión, que se perpetúe más allá de su origen. Contar historias alrededor del fuego, cosa que antes de la llegada de la televisión se hacía en cualquier parte del mundo, permitía una comunión primitiva entre los miembros más jóvenes y los más ancianos de la comunidad. Estos últimos hacían de receptores de toda esa sapiencia acumulada durante generaciones, escuchaban absortos lo que sus mayores tenían que decir, que no era más que lo que la generación anterior había contado, esto más sus vivencias personales, claro. La literatura, los juglares, los rapsodas, los charlatanes, todos guardan su pequeña visión del mundo que debe ser compartida y que a todos nos enriquece. Todas estas perspectivas giran en torno a lo mismo, a la vida de los demás, a las vivencias ajenas de las que tanto disfrutamos cuando no acontecen sobre nuestra piel, o que tanto envidiamos por el mismo motivo. Por tanto, veo cierta similitud en lo que hacía de niño y la profesión o el arte de contar, de relatar, de tener algo que decir a los demás.
El buen escritor provoca en el lector, o en el oyente, que se transporte y que pueda imaginarse lo que sucede, sucederá o sucedió en vidas ajenas que se enraízan y entrecruzan como las viejas vías de la ciudad que contemplo desde mi balcón. Todos, en mi opinión, guardamos en nuestro interior la capacidad innata de sorprendernos con lo que los demás muestran de sí mismos, desde las historias más descabelladas, hasta las más convencionales. ¿Qué hacemos sino cuando hablamos con alguien? Escuchar sus historias, empatizar con su vida y ponernos a su nivel como seres similares que buscan en el otro el reflejo que les permita reconocerse.
Son las historias pequeñas, las cotidianas, las que nos permiten reconocernos en los demás, en el espejo que nos muestra el rostro del amigo, del conocido o del desconocido. Da igual de quién se trate, siempre reconoceremos ese rasgo de humanidad que nos permite identificarnos a nosotros mismos como personas.
El cine tiene esa particularidad, cumple con el rol de esos ancianos que alrededor de la hoguera iban desgranando viejos relatos para que los demás se entretuviesen, para que supiesen que más allá de ellos mismo existían otras vidas similares. El cine nos brinda un ojo, indiscreto por su discreción, por estar oculto para el actor y espectador y que nos permite, desde la comodidad de la butaca, meternos hasta el fondo del alma ajena. Son las pequeñas historias dentro de las grandes historias las que me embargan, las que me gusta observar, como la gran ciudad que está formada por el conjunto de las pequeños relatos compuestos por los ciudadanos que habitan en la misma. Por eso el cine se ha convertido en uno de los principales motores sociales, en uno de los más firmes transmisores de valores y modos de vida, el vehículo para la globalización cultural definitiva. Todo el mundo occidental late al pulso que le marca el cine, es en esa gran pantalla dónde se ve lo que vale y lo que no, lo que es necesario y lo que hay que desechar. Esto, por supuesto, no es algo que se haga de manera voluntaria, es algo accidental que simplemente sucede, que sólo tomando distancia se puede comprobar. Pocos en la antigua Grecia eran conscientes de que al relatar algún mito estaban transmitiendo la cultura helénica, que estaban perpetuando los modos de vida de esa sociedad. Con el cine sucede igual, pocos serán los directores, guionistas y actores que se consideren como transmisores de algo. Sin embargo, el cúmulo de las pequeñas historias que nos cuentan, son el conjunto de reflejos que el gran espejo social que es el cine nos manda para que nos reconozcamos a nosotros mismos.

Nacho Valdés

1 comentarios:

Giorgio dijo...

Creo que es el mejor artículo de esta sección que he leído.

El cine como vehículo de transmisión de cultura, de conocimientos, de sentimientos, supone un buen representante para generaciones venideras.

Me ha gustado sobre todo la forma desprendida de abordar la temática, viniendo de lo particular, a lo general, volviendo a ejemplificar, para rematar en algo tan amplio como el concepto de cine y de civilización.

Enhorabuena por el artículo.
Alta calidad.

Jorge